¿Cuál de todas las mujeres quijotescas preferiremos? Si las examinamos
con atención, veremos que hay en todas, o casi todas, un rasgo común: la
curiosidad. Se puede ser curiosa y ser malévola. En estas mujeres la
curiosidad se ejercita sin perversión, ¿Qué perversión puede haber en
Leandra, la hermosa, la joven, a quien Cervantes no se cansa de llamar
hermosa? ¿Y cuál perversión, podrá ser la de esta muchachita de buena
familia, que en la ínsula Barataria se sale de su casa, durante la
noche, con disfraz varonil, para «ver lo que pasa», es decir, para ver
lo que nunca ha visto? A la curiosidad podemos añadir otro rasgo
esencial, rasgo que los domina a todos: todas estas mujeres siguen su
instinto; todas son, diríamos, mujeres que se entregan a la Naturaleza,
¿Cómo no ha de entregarse Claudia Jerónima, tan impulsiva, con impulso
que la lleva a cometer un crimen? Si todas estas mujeres naturales,
instintivas y curiosas hubieran respirado la atmósfera del
enciclopedismo, en el siglo XVIII, y la atmósfera del positivismo, el
positivismo de Comte y Spencer, en el siglo XIX, podríamos llamarlas
cerebrales, con las ventajas y los inconvenientes que esa cualidad
lleva aparejadas. Pero existe en el Quijote una mujer que nos
demuestra, con plenitud, la condición especial de las mujeres
cervantinas: condición que las eleva por encima de las demás mujeres.
Marcela es todo un símbolo; siendo humana, real, diríase que reviste
caracteres, simbólicos. Nadie concreta mejor que Marcela el ansia de
Naturaleza y de libertad. Ha huido de la ciudad y vaga por montes y
selvas; esquiva la multitud de amantes que la requieren. En una frase
resume Marcela su psicología, su complexión mental: «Yo nací libre, y para poder vivir libre, escogí la soledad de los campos».
Azorín
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