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Uno de los recreos solitarios de don Fermín de Pas consistía en
subir a las alturas. Era montañés, y por instinto buscaba las cumbres de los montes
y los campanarios de las iglesias. En todos los países que había visitado había
subido a la montaña más alta, y si no las había, a la más soberbia torre. No se
daba por enterado de cosa que no viese a vista de pájaro, abarcándola por
completo y desde arriba. Cuando iba a las aldeas acompañando al Obispo en su
visita, siempre había de emprender, a pie o a caballo, como se pudiera, una
excursión a lo más empingorotado. En la provincia, cuya capital era Vetusta,
abundaban por todas partes montes de los que se pierden entre nubes; pues a los
más arduos y elevados ascendía el Magistral, dejando atrás al más robusto
andarín, al más experto montañés. Cuanto más subía más ansiaba subir; en vez de
fatiga sentía fiebre que les daba vigor de acero a las piernas y aliento de
fragua a los pulmones. Llegar a lo más alto era un triunfo voluptuoso para De
Pas.
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Cuando [Ana] sentía la presencia de Mesía en el deseo, huía de ella avergonzada, avergonzada
también de que no fuera un remordimiento punzante el recuerdo del baile, sobre
todo el del contacto de don Álvaro. «Pero no lo era, no. Veíalo
como un sueño; no se creía responsable, claramente responsable de lo que había
sucedido aquella noche. La habían emborrachado con palabras, con luz, con
vanidad, con ruido... con champaña... Pero ahora sería una miserable si
consentía a don Álvaro insistir en sus provocaciones. No quería venderse al
sofisma de la tentación que le gritaba en los oídos: al fin don Álvaro no es
canónigo; si huyes de él te expones a caer en brazos del otro. Mentira, gritaba
la honradez. Ni del uno ni del otro seré. A don Fermín le quiero con el alma, a
pesar de su amor, que acaso él no puede vencer como yo no puedo vencer la
influencia de Mesía sobre mis sentidos; pero de no
amar al Magistral de modo culpable estoy bien segura. Sí, bien segura. Debo
huir del Magistral, sí, pero más de don Álvaro. Su pasión es ilegítima también,
aunque no repugnante y sacrílega como la del otro... ¡Huiré de los dos!».